Nos habían convertido en números. Pero, los números nos rebelamos. Ese 15 de mayo nos apoderamos de nuestras plazas. Celebramos acampadas, asambleas, manifestaciones. La gente hablaba. Los que nunca tuvieron voz hablaron. Nos imaginamos que otra democracia estaba por fin a nuestro alcance.
Vislumbramos una democracia en la que las personas y sus vidas eran más importantes que los bancos, que las patronales o los sindicatos, más importantes que el sistema, más importantes que las instituciones.
Porque ya no éramos números. Éramos personas, personas capaces de indignarse, de soñar otro mundo, otra forma de convivencia. Nos contagiamos todos. Nos contagiamos de esperanza, optimismo, de voluntad de cambiar, de imaginar. Creo que los poderosos se asustaron.
Veían su sistema tambalearse. Era bonito participar en aquellas asambleas. Allí reinaba el respeto, el respeto hacia cualquiera que pidiera la palabra, respeto hacia la plaza que nos acogía, a los que allí vivían o trabajaban, respeto a los que no nos comprendían, respeto a nosotros mismos. Indignados preparamos acciones que impulsaran un cambio. Nos indignaba que aquellos que habían provocado una crisis económica sin precedentes se salieran de rositas, haciendo que el precio de sus errores los pagaran los más débiles e indefensos.
Conocí a muchas personas increíbles en aquellos días, personas con corazón, realmente humanas, tremendamente humanas.
Al final, los poderosos lograron preservar sus privilegios. Ya no hay acampadas ni asambleas en las plazas, sino mesas con personas tapeando. Sin embargo, aquello no fue inútil. De no haberse producido aquel movimiento, las cosas nos hubieran ido mucho peor.
Pensé en ello anoche cuando entré en el «Tiene Miga» de Jaén y cuando fui a pedir mi bocata me atendieron Anita y Víctor, compañeros de tantas asambleas. A mi mente regresaron caras y experiencias que nunca olvidaré. La alegría que sentí al saludarlos y al ver sus sonrisas me hizo entender que aquello no fue ninguna derrota.
En los corazones de muchas personas se esparció la semilla de la indignación, de la esperanza y de la capacidad de soñar con un mundo distinto. Aquellas semillas las cultivamos en nuestro interior, cuidándolas. De momento, estamos intentando ser mejores personas, y hacer del respeto nuestra ley de vida. Lo hacemos sabiendo que otro mayo vendrá, que esas semillas de esperanza germinarán, porque los tiempos siguen cambiando. Ya no somos vuestros números, ya no.