La Navidad de los ángeles sin alas.
Relato de Carlo De Amicis
En una Nochebuena de un año cualquiera, un coche circula en la Nacional 43, un Opel Corsa blanco. Se detiene en proximidad del puente sobre el río Noce, justo al lado de la imponente presa de Santa Giustina.
Dámiel baja del coche y, caminando sobre la nieve recién caída, se dirige hacia el puente.
El embalse de Santa Giustina, situado en el Valle de Non, en los Alpes italianos, es el más grande de su comunidad autónoma. Se construyó en 1951 y su presa tiene una altura de 152,50 m que hacían de ella la más alta de Europa.
El Valle de Non se asocia, en la memoria de Dámiel, con unos recuerdos muy hermosos. Los largos veranos de su infancia y adolescencia pasados en Coredo, un pequeño, pero lindo, pueblo rodeado por manzanos y bosques de pinos laricios.
Desde 1969 hasta 1978 había pasado allí todas sus vacaciones estivales; dos largos e inolvidables meses. Los veraneantes hacían que, durante el verano, Coredo doblara su población. Se trataba, por lo general, de unos veraneantes fieles que, al igual que Dámiel, repetían año tras año, y a él le encantaba volver a encontrar sus amigos.
Cuando con la familia iban al mercadillo de Cles, la capital del Valle, tenían que cruzar ese puente. Solían pararse allí para contemplar ese espectáculo salvaje. Dámiel sentía una profunda admiración tanto hacia aquella naturaleza poderosa como hacia aquella obra maestra de ingeniería.
Mientras la luna alumbra el hermoso paisaje que le rodea, Dámiel llega a la mitad del puente. Un viento gélido azota su rostro, rostro que expresa una profunda tristeza.
Se acerca a la barandilla y mira hacia abajo donde el Noce ruge en el fondo del cañón.
“Un buen lugar para poner el punto final a una vida con pocas sombras y menos luces – se dice a sí mismo -. No tiene sentido seguir viviendo así. Lo bueno que he vivido ya se acabó hace tiempo”.
Dámiel trepa por la barandilla y se queda de espaldas al saliente, como un atleta en el trampolín, antes de lanzarse.
Justo en el momento en el que va a saltar al vacío, escucha un repique rítmico de campanas. A continuación oye una voz profunda y alegre.
“Oh oh oh, ven aquí rubio, pásate al lado bueno de la barandilla, por favor – dice mientras Dámiel lo mira con cara de asombro total, como la de quien hubiera visto Papá Noel justo en el momento en el que iba a quitarse la vida- ven que necesito tu ayuda”.
“¿Yo ayudar a Papá Noel? Me cuesta creer que el que puede ayudarte es un psicólogo que está a punto de saltar de un puente “
Papá Noel se saca del bolsillo un sobre y se lo pasa a Dámiel. Éste saca la carta que contiene y empieza a leerla.
Querido Papá Noel.
Sé que cumples los deseos de los niños que te escriben. Yo ya no soy un niño. Soy un hombre de 43 años y muy mal no me he portado este año. Te escribo porque anoche tuve un sueño.
Un ángel iba volando en el cielo, un ángel muy hermoso, como tienen que ser los ángeles.
“Ser testigo de tanto dolor, de tanta injusticia me duele – se decía a si mismo – necesito alejarme un poco de todo esto, volar más alto, allí donde no hay dolor, no hay sufrimiento.”
El ángel volaba cada vez más alto en el cielo infinito. Como ya le había ocurrido a Ícaro, se acercó demasiado al sol y sus alas se derritieron. Lo vi precipitando a una velocidad cada vez mayor y experimenté una angustia indescriptible. Se iba acercando cada vez más a la tierra y el impacto hubiera sido terrible. Digo hubiera, porque tú llegaste volando en tu trineo y lo salvaste.
Tal vez te preguntes, querido Papá Noel, por qué te cuento este sueño.
Tienes que saber que cuando yo tenía 12 años, en mi clase había un chico, Adriano se llamaba, que me hacía la vida imposible, humillandome, haciéndome zancadillas, gastandome bromas. Es lo malo que tiene ser un chico algo tímido, te conviertes fácilmente en la diana de chicos que no tienen corazón.
Sin embargo, no creas que yo me agachara; era un tímido pero con carácter, y si alguien se metía conmigo le acababa plantando cara, aunque eso me supusiera cobrarlas.
En una ocasión, la profesora de lengua tardó en llegar después del recreo y Adriano, que estaba sentado detrás de mí, aprovechó para empujar su mesa contra mi espalda y la presionaba con mucha fuerza. Apenas podía respirar.
Me levanté y empecé a luchar con él.
“¿Qué es lo que está pasando Roberto?” gritó con una voz muy severa la profesora Gualtieri al entrar en clase. Ella sabía sabías muy bien que Adriano era un chico muy gamberro y que yo era una persona muy tranquila
“Y a usted qué le importa” le contesté, pensando que si ella hubiera estado aquello no hubiera pasado, No estaba para protegerme, pero sí para regañar al chico bueno en lugar que al matón. Según me contó mi madre la profesora propuso expulsarme por haberle contestado; afortunadamente la directora se opuso y la hizo entrar en razón.
Odiaba a ese muchacho y todo aquello me afectó durante mucho tiempo. Mi autoestima la tuve por los suelos durante años.
Afortunadamente un ángel disfrazado de psicólogo me ayudó a superar todo aquello. Dámiel, así se llamaba mi psicólogo, me enseñó a perdonar y a perdonarme. A lo largo de la terapia, llegué a comprender que sólo perdonando le quitaba a Adriano el poder que seguía teniendo sobre mí y mi bienestar. ¿Sabes Papá Noel? Me costaba perdonarle porque me parecía muy injusto y cruel que un chico se aprovechara de su fuerza física para meterse conmigo, que no le había hecho nada. ¿Su padre le pegaba a diario y él bebía aguardiente antes de ir a clase? Eso lo entendía, pero eso no justificaba que todo eso lo pagara conmigo. Por eso, en mi corazón no lograba perdonar.
“No merece mi perdón – pensaba yo – no lo merece”.
Sé que murió muy jóven en un accidente de moto y, sin alegrarme por ello, pensé que había recibido lo que se merecía y que había dejado de hacer daño.
Lo que aprendí en la terapia con mi ‘ángel’ es que yo me merecía perdonar a Adriano. Aunque él no lo mereciera, yo sí lo merecía. Me merecía perdonar y soltar el lastre del rencor que seguía oculto en las cicatrices de la memoria. Es hermoso perdonar, dejar que el amor fluya libremente. Todo esto que aprendí se lo debo a Dámiel, mi ángel.
Angeles son aquellas personas que en un momento, pese a sus limitaciones y defectos, entran en nuestra vida y la mejoran. Con una sonrisa, un gesto, una frase, cambian tu vida.
Por esto digo que Dámiel ha sido mi ángel. Y mi ángel corre peligro, ese sueño me lo reveló. Acompañar a los demás en sus sufrimiento le ha dañado y ahora necesita tu ayuda, querido Papá Noel. Ayúdale, te lo suplico, a mi me ayudó muchísimo y hay muchas personas que necesitan su ayuda. No quiero que se rinda, y no se va rendir si tú le ayudas. Necesita conectar con la magia de la vida, y esa magia eres tú, Papá Noel.
Gracias por existir Papá Noel, gracias por regalar la magia que tanto necesitamos en nuestra vidas. Gracias por regalarnos la capacidad de perdonar, de amar a nuestros enemigos, gracias por ayudar a mi ángel, que sé que le vas ayudar.
Te quiero.
Roberto
Unas lágrimas fluyen por el rostro de Dámiel, que ahora sonríe. Abraza con fuerza a Papá Noel mientras su corazón late con fuerza en su pecho.
“Gracias Papa Noel – le susurra al oído – gracias por detenerme a tiempo. Hay personas que me necesitan y la vida es realmente maravillosa y lo seguirá siendo mientras un gordo vestido de rojo siga regalando juguetes a los niños y magia a los mayores,
Es Navidad ya y Roberto está sentado en el sofá de su casa, bebiendo un refresco y saboreando un trozo de panettone. La tele está encendida. Escuchando las noticias Roberto sonríe. Según decían, en espera de que vengan los Reyes Magos, anoche Papá Noel visitó las casas dejando muchos juguetes para los niños. Sin embargo ya no eran renos los que arrastraban el trineo, sino un Ángel que cantaba Noche de Paz.
“Gracias Papa Noel, Gracias” dice Roberto mordiendo el panettone.
Carlo De Amicis